A menudo, desde nuestra privilegiada atalaya personal solemos reflexionar sobre el sentido de la vida y la soledad. Bauman decía que el ser humano solo es realmente libre cuando vive en sociedad y, sin embargo, ese melancólico sentimiento romantizado por las producciones hollywoodienses -de la soledad – nos sigue persiguiendo desde lo más profundo y oscuro de nuestras almas, prometiendo deseos envenenados disfrazados de paz, tranquilidad y armonía.
Así han de sentirse las cientos de personas que nos hemos encontrado en nuestro camino hacia Aït Ben Haddou. Como uno de los retos de Hércules (o, mejor dicho, como gladiadores, aprovechando que hemos visitado una de las localizaciones donde se rodó esta famosa película de Ridley Scott) hemos ascendido durante más de tres horas hasta alcanzar nuestra cima. Aunque, por supuesto, hemos necesitado la ayuda de nuestro inestimable autobús, conducido, por cierto, por una persona que transita por carreteras estrechas, serpenteantes y entre montañas empinadas como si de un Fórmula 1 en el circuito de Montmeló se tratara. Lo importante es que cada uno disfrute de su profesión.
De camino hacia la ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987 pudimos comprobar que el paisaje era totalmente adverso al que contemplamos ayer. Mientras que el primer día nos asombrábamos por la calidad de las infraestructuras de movilidad por las que transitamos, especialmente llamativas las áreas de descanso, que se asemejan a oasis de fantasía en medio de la nada, en la jornada de hoy hemos comprobado la crudeza del desierto. La soledad. El olvido.
Muchas son las ciudades por las que hemos pasado para llegar hasta Aït Ben Haddou: Agoum, Inkkal, Aguelmoua, Lakhbar, Talaif o Argnal; todas ellas repetían un mismo y triste patrón. La dureza del desierto se abre camino en la forma de vida y no deja lugar a dudas de que se tratan de pequeñas pedanías -siendo generosos porque la cantidad de habitantes en algunos casos rondarían las pocas centenas-, cuyas casas están construidas en precarias condiciones, con unas infraestructuras antiguas, cuyo paisaje se asemeja a la precaria idea preconcebida que un turista se puede hacer viendo películas ambientadas en pequeñas ciudades marroquíes: alta presencia de color de tierra, construidas de adobe, carreteras precarias y antiguas, comercios en la calle, todo camuflado entre las asombrosas y majestuosas montañas del Atlas que ciegan el futuro de los habitantes de estos lugares.
Y en Kasbah Taourirt, primera parada antes de la ciudad de película, más de lo mismo sin ser lo mismo. Nos encontramos con la visita a una antigua ciudadela tradicional marroquí, pensadas y construidas para la vida en familia, con casas con capacidad para albergar decenas de laberínticas habitaciones, por si hubiera que huir, y para dar cabida a decenas de familiares. Todo bajo una estructura social jerarquizada y marcada por un estricto orden y funcionalidad, como argumentos troncales de la concepción de estas edificaciones.
La diferencia conceptual con lo que podemos encontrar en nuestra tierra es abrumadora. Aunque es cierto que no podemos olvidarnos de los corrales que dieron vida a nuestros antepasados, hacinados en pequeñas habitaciones porque la pobreza impedía una vida mínimamente digna para muchos andaluces y españoles, la concepción marroquí va más allá de cuestiones socioeconómicas. La crudeza del desierto.
Tras ser testigos de los resquicios de una vida marcada por una férrea jerarquía, cambiamos de escenario, nunca mejor dicho, y nos dirigimos a Aït Ben Haddou, una ciudad y entorno que han sido testigos de diferentes producciones cinematográficas. Ubicada en una especie de cima de montaña, la ciudad muestra la composición y estructura de las ciudades tradicionales marroquíes y musulmanas. Calles estrechas, casas bajas y pequeñas, callejones, etc. Aunque es verdad que la vida local en este lugar se echa en falta -producto de la turistificación, imagino-. La ciudad está repleta de pequeños comerciantes que, ante el trasiego de turistas, esperan ansiosos la parada de estos a sus mostradores para tratar de vender sus productos. Esto, en cierto sentido, también viste a la ciudad de una vida que, aunque “falsa”, permite al testigo trasladarse imaginariamente a la vida y costumbres que vamos buscando ansiosamente.
Las calles estrechas, que se asemejan a retazos que muestran barrios como el de Santa Cruz en Sevilla o el Albayzín en Granada son, inevitablemente, atractivo ante los ojos de andaluces enamorados de su arquitectura. En una continua y escarpada subida hasta la cima, donde pudimos comprobar la soledad que nos rodeaba, la ciudad patrimonio de la humanidad maravilló en cada esquina y resquicio de sus recovecos, sobre todo, por el alto nivel de conservación de ellas.
Un día con un marcado componente bereber, rescatando de la historia sus tradicionales turbantes y colores azules, predominantes en su cultura y vida. Terminamos empapados de una cultura única, con una fuerte identidad y un olor nostálgico a lo andalusí que impregnaba cada rincón que visitamos.
Periodista todoterreno especializado en comunicación política. Tratando de interpretar la actualidad con la mirada puesta en el sur.
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Codirector de Espacio Andaluz.