Para conocer una ciudad, su cultura y su gente no hay fórmulas mágicas que valgan; solo hay que mezclarse con ellos. Entre las múltiples similitudes que hemos encontrado a lo largo de estos días entre la cultura andaluza y marroquí, que beben de esa etapa romántica andalusí, se encuentra, cómo no, la música. Paseando por las calles de Rabat, cuando las luces se apagan y el sonido ensordece, tuvimos la oportunidad de presenciar una estampa única y familiar. Un grupo de jóvenes entonaba melodías musicales con aires flamencos mientras acariciaban una guitarra española.
Lo que nos puede parecer tan habitual en cualquier punto de Andalucía, donde la música popular lo es por decreto, aquí nos ha parecido una aparición mágica e hipnotizante. En mitad de un parque, sentados en un banco y con el público en las mismas condiciones, dos chicos y una chica se encerraron en su burbuja para dar libertad a sus emociones y deleitar a los que pudimos presenciarlos con una voz y una guitarra que crearon una atmósfera de placer y un refugio para el caos de la gran ciudad.
La voz de la chica, que se erigió como vocalista del dúo, se retorcía mientras que la guitarra marcaba un ritmo flamenco más que reconocido por nuestros oídos. La letra, como pueden suponer, era ininteligible, al menos para foráneos como nosotros, pero todo lo que envolvía la escena nos reconfortaba como si volviésemos a estar en cualquier parque de Andalucía. Dos canciones nos bastaron para redundar nuestra idea de que lo que estos chicos interpretaban no distaba mucho de la música popular de nuestra tierra. La música es un lenguaje universal y el recuerdo de dos culturas que, hace siglos, formaban parte de una.
A Rabat llegamos desde Marrakech en torno al mediodía. La diferencia entre ambas ciudades es notable en muchos sentidos. Mientras que la primera da la sensación de conservar la herencia europea en edificios, construcciones y estructuras de la ciudad, la segunda conserva más la idiosincrasia propia de su pueblo y cultura. Aunque esto no evita que Rabat sea una ciudad que valga mucho la pena visitar. Precisamente esa conservación de la herencia europea, rastro indudable del imperialismo al que estuvo sometida, provoca una sensación de ‘retroceso al pasado’ cautivador. Grandes avenidas y edificios imponentes con acabados que recuerdan a fotos en blanco y negro, mezclados con la ‘rebeldía’ del pueblo que sigue creando espacios y lugares que recuerdan los orígenes y prácticas habituales del pueblo marroquí. Una mezcla particular y una identidad notable que dotan a esta ciudad de una especificidad única.
Aquí se encuentra, entre otros monumentos y lugares turísticos de interés el Palacio Real de Rabat, sede habitual de los monarcas marroquíes hasta que el actual rey Mohamed VI, cambió esta tradición. A su vez, en el Mausoleo Mohamed V, a escasos kilómetros, conserva la memoria de la dinastía monárquica reinante, donde se encuentran las tumbas del padre, abuelo y tío del actual rey. Un lugar al que acuden cientos de personas a rendir pleitesía y recuerdo a dichos monarcas.
Por último, una visita obligada ha de ser el Kasbah des Oudayas. Una fortaleza que guarda el recuerdo de la identidad marroquí, donde volvemos a toparnos con una continua subida entre pequeñas calles y casas blancas -estampa que nos puede sonar de sobra- hasta acabar en una enorme cima desde donde se podía contemplar la inmensidad del mar sin quitar de vista la ciudad. Este Kasbah, además, tiene la particularidad de estar habitado, por lo que podríamos decir que aún está ‘vivo’. Es una pequeña parte de la ciudad que se subleva ante la intromisión de la modernidad y que aboga por mantener una identidad típica de los barrios históricos y/o de las ciudades o pueblos.
Periodista todoterreno especializado en comunicación política. Tratando de interpretar la actualidad con la mirada puesta en el sur.
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Codirector de Espacio Andaluz.