El 4 de diciembre de 1977, dos andalucistas que salían para reclamar la autonomía para Andalucía en la ciudad de Málaga (donde se emplazaron hasta 200.000 personas aquel día) acabarían convirtiéndose, afortunada o desgraciadamente, en símbolos, con mayor o menor trascendencia, del andalucismo histórico de la segunda ola (como la catalogaría el historiador y “andaluz de conciencia” Manuel Ruiz) o de la tercera etapa (como la etiquetaría el también andalucista y antropólogo Isidoro Moreno): Manuel José García Caparrós y Juan Manuel Trinidad Berlanga.
De hecho, la vida de uno y otro quisieron entrecruzarse precisamente aquel día, cuando un acto heroico de uno, Trinidad Berlanga, un joven utrerano (Sevilla) de apenas 18 años, obrero, sin filiación política e hijo de un maestro precisamente malagueño, influyó tristemente en la muerte del otro, García Caparrós, asesinado por la Policía Armada, y de cuya muerte aún se desconoce si fue voluntaria o no, puesto que jamás hubo responsables “ni directos ni indirectos”, ya que los nombres de los agentes policiales que fueron expedientados y encarcelados por los fatídicos sucesos desaparecen en las actas secretas de la comisión de investigación sobre el homicidio del joven, a las que tuvo acceso la, en 2017, diputada malacitana de Unidas Podemos (UP) Eva García Sempere.
En diciembre de 1977, cuando tuvo lugar la macromanifestación que lanzó a las calles a un millón y medio de andaluces y andaluzas, eran muchas aún las resistencias de las autoridades ligadas al franquismo y a que ondease la arbonaida -bandera andaluza- en los edificios oficiales de las administraciones -locales, provinciales o autonómicas-, de tal forma que esta quedaría guardada en un cajón desde días antes del golpe de Estado de 1936, como narra el activista de la memoria antifascista y de la cultura Angelo Nero.
Uno de los recintos en los que todavía no había sido izada la bandera andaluza tras superar las funestas décadas de dictadura, más si cabe ante el improvisado clamor popular albergado en la manifestación por la autonomía de aquel día, era la Diputación de Málaga, regentada por Francisco Cabeza, un falangista que había sido subjefe del Movimiento Nacional en la provincia y que se negaba a poner el símbolo en el edificio público.
Ante aquella estampa y espontáneamente, el joven sevillano Juan Manuel Trinidad Berlanga se armó de valor y escaló la fachada del edificio de la Diputación para colocar la arbonaida en la sede, siendo, no obstante, detenido inmediatamente. La proeza, sin embargo, provocó la ira de Cabeza, quien ordenó a la Policía Armada cargar con dureza contra los y las manifestantes, recurriendo a botes de humo, balas de gama y porras, para, más tarde, optar por sus armas reglamentarias y por disparar presuntamente al aire -según la versión oficial- para disuadir.
Algunos de estos supuestos disparos al aire efectuados por las autoridades policiales alcanzarían a varios jóvenes, como Miguel Jimeno Ruiz (14 años) y José Fernández Ponce, a los que se sumarían otros tantos heridos de distinta consideración como Ángel Álvarez Estévez, a quien una bala de goma le destrozó la mandíbula, o como los que sufrieron traumatismo craneal: Dagmar Foreman, de 25 años, Antonio Legasa, de 21, o Manuel Serrano, de 18 años.
A 500 metros del Palacio Provincial, en el Puente de Tetuán, un grupo de la Policía Armada, que se quedaba sin munición antidisturbios, según narra Jon Sedano para Diario Sur, se puso nervioso al verse acorralado. Unos 300 manifestantes se aproximaban hacia ellos desde el Puente de las Américas y otros 40, armados con las astas de las banderas, se dirigían en su dirección desde la Avenida del Comandante Benítez. Los primeros tan solo buscaban regresar hacia sus casas tras concluir la manifestación; los segundos, en cambio, tenían intención de arremeter contra las autoridades por la brutalidad con la que habían actuado contra familias y personas mayores.
En semejante caos, la peor de las fortunas quiso cebarse con Manuel José García Caparrós. El joven, que iba junto a un amigo, ya que el resto de compañeros se habían desperdigado ante la tormenta generada por la salvaje represión policial, trataba de salir de la zona en esos momentos. Los policías, nerviosos, dispararon “al menos cinco tiros” contra el grupo de protestantes, alcanzando una de las balas la chaqueta del joven militante de CCOO, como recuerda el que era delegado en 1977 de esta organización sindicalista en Málaga, Fernando Quiñones, presente en el momento del lamentable hecho, quien, ipso facto, le preguntó al chico si todo iba bien: “¿Compañero, estás bien?”. A él, no obstante, tan solo le preocupaba que su amigo lo estuviese. “Mi amigo, ¿dónde está mi amigo?”, le inquirió. Al amigo le estaba golpeando la policía. García Caparrós no sabía durante esos segundos que sería a él mismo a quien le visitaría la mayor de las desdichas.
De repente, tres compañeros, entre ellos, un estudiante de Medicina, Carlos Carmona, vinieron hacia el grupo de manifestantes, lo cogieron y se lo llevaron en un Seat 600 blanco a toda velocidad, en el que, por segundos, se desangraba por el impacto de bala, hacia el Hospital Carlos Haya. Nadie pudo, desafortunadamente, salvar su vida, muriendo de camino al hospital. En un principio, a la familia de Caparrós le dijeron, ahora bien, que había muerto en un accidente de tráfico, según relata Nero, pero no pudieron ocultar el crimen, que convirtió al juvenil obrero malagueño en un auténtico ‘mártir’ de la causa andalucista y en una efigie de reivindicación, memoria, verdad, dignidad y justicia del andalucismo.
Periodista. Magíster en Comunicación Institucional y Política. Pasé por EL PAÍS y Agencia EFE. Codirector de Espacio Andaluz (EA).