El tercer día del viaje de instrospección andaluza comenzaba con el acto conmemorativo al centenario del viaje de Blas Infante a Agmat en busca de la tumba de Almotamid. En mitad de la travesía de 33 andaluces y andaluzas por tierras marroquíes el acto central ponía el foco en rescatar, comprender y aprender de nuestro pasado. Y, sobre todo, de tratar de seguir ampliando y conociendo la figura del Padre de la Patria Andaluza.
Para este homenaje nos desplazamos durante 40 minutos desde donde nos alojábamos para cumplir con la peregrinación. En Agmat un monolito conservado con un especial cuidado y cariño aguardaba la llegada de, entre otros tantos, el nieto del propio Blas Infante, Estanislao Naranjo, que en el acto dedicó unas palabras para que tratásemos de comprender la magnitud de la inteligencia de su abuelo, explicando cómo se entera este de que la tumba del rey poeta sevillano podría hallarse en esta localización. Un ejemplo que confirma que estamos hablando de una persona superlativa.
El homenaje duró una hora, aproximadamente, donde rezumó la sensibilidad de todos los intervinientes, que canalizaron la atención de los espectadores con cada palabra que entonaban; la emoción era palpable en un lugar en el que pese a estar hacinados porque éramos más que la capacidad que aquel lugar podría alojar, las palabras nos desplazaron al mundo de las ideas donde, cada uno y consigo mismo, tuvo la oportunidad de desplazarse y disfrutar sin caer en la cuenta de que estaba hombro con hombro con la persona de al lado.
Tras el acto, que dejó a todos los presentes con la sensación de liberación, nos desplazamos hacia Marrakech para conocer un poco la ciudad. Visitamos algunos jardines. En uno de ellos la alta presencia de olivos me llamó poderosamente la atención, sintiendo la imperiosa necesidad de parar y observarlos como si fueran viejos amigos a los que hacía tiempo no veía. Nostalgia.
Cuando la calor empezó a hacer acto de presencia -como si no estuviésemos acostumbrados- nos refugiamos y repusimos fuerzas para la segunda parte de la jornada. Entonces era momento de conocer el corazón de Marrakech. Tras una breve visita al Palacio de Bahía, construido para alojar a uno de los consejeros del rey marroquí en el SXIX, una edificación ostentosa y grandilocuente, nos enfrentamos a un combate de contrastes.
Después de ver y comprobar los lujos de la nobleza marroquí, nos inmiscuimos en el casco histórico de la ciudad. Buscamos ‘La Plaza’ y nos movimos como ratones tratando de escapar de un laberinto. Si decíamos que la arquitectura marroquí se caracteriza por calles estrechas y múltiples recovecos que producen en el transeúnte una sensación de intimidad y coquetería, estas calles multiplican la apuesta.
Aunque las características se mantenían se le sumaban especias para hacer el preparado aún más sabroso. La sensación de cuando te adentras por primera vez en una de estas calles es difícil de describir. En un primer momento te atrapa la incredulidad. ¿Cómo puede ser esto posible? Miles de comercios -no exagero- de locales de 2×2, repletos de fruslería y cuyos dependientes salen a buscarte como depredadores buscando una presa que cazar en un río revuelto de turistas que transitan las calles con una mezcla de incredulidad, asombro y fascinación.
Los comercios, pegados uno al otro y de manera ininterrumpida, producían una sensación de cápsula de la que era difícil escapar. Es como un casino en el que no hay ventanas ni relojes. Solo comercios. Para más inri, tampoco era posible ver el cielo, puesto que grandes toldos y monteras translúcidas colgaban de las azoteas de los edificios. La misión del que se adentra en estos lugares es continuar hacia delante negando todo el rato con la cabeza, no solo ante las peticiones de los miles de comerciantes hablándote de sus productos, sino para ser capaz de ver, a izquierda y derecha, todo lo que ofrecen estas calles.
La sensación es de estar en un lugar que escapa a la realidad. Comercios que dan paso a otro comercio. Una tienda de ropa que cuando entras te ofrece un pasillo para escapar a una tienda de lámparas que, a su vez, te ofrece otro pasillo para entrar en un patio interior donde puedes comprar ropa, zapatos, souvenirs, o lo que puedas imaginar. Y, por supuesto, este patio interior cuenta con otras tantas puertas que dan a otras tantas calles para que puedas seguir comprando. Y entonces es cuando te das cuenta de que eres un ratón perdido en el laberinto.
Mientras que por la tarde esta plaza y las calles del casco histórico estaban plagadas de turistas, los ciudadanos locales aguardaban la noche para hacerse notar. Y de qué manera. Cuando regresamos por la noche a la plaza esta había cambiado. Pasamos de una explanada enorme con algunos comercios ambulantes en su centro, a solo ver personas bailando, cantando, tocando instrumentos, paseando… todo bajo las iluminantes luces de colores de los distintos bares y restaurantes que rodean la plaza.
La imagen vuelve a dejar al espectador que por primera vez se enfrenta a este paisaje una sensación de aturdimiento. La inmensa cantidad de gente allí concentrada parecía saber lo que hacía. Seguían un patrón, tenían un rumbo, mientras que tú deambulas perdido buscando una luz que ilumine tu camino en mitad de una marabunta como nunca antes la has visto. La plaza es de sus ciudadanos y lo demuestran.
Marrakech es un sitio único y la magia e idiosincrasia del lugar están patentes en todas sus expresiones.
Periodista todoterreno especializado en comunicación política. Tratando de interpretar la actualidad con la mirada puesta en el sur.
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Codirector de Espacio Andaluz.