Toda la amalgama de sucesos que andan ocurriendo estos meses en el mundo hace que en mi cabeza no cese de sonar esa frase que cualquiera de nosotros hemos escuchado y estoy segura de que también proferido en alguna ocasión a lo largo de nuestra vida de “que se pare el mundo que yo me bajo”. Pero, ya tenemos al planeta prácticamente paralizado, ¿Quién es capaz de bajarse? Yo me niego a bajarme y abandonar el barco. Ahora más que nunca es el momento de remar, de empujar para que el mundo siga dando vueltas y consigamos que los derechos humanos se coloquen en el centro.
La dinámica actual no hace sino evocarme el práctico ejemplo de las norias. Estas atracciones de feria deben tener su ritmo para disfrutar del viaje, disfrutar de las vistas y, sobre todo, reír y disfrutar con las personas que te acompañan en ese maravilloso trayecto centrípeto. Ese viaje debería estar acompañado de risas, de la posibilidad de compartir diferentes perspectivas de un mismo paisaje para que, en el diálogo, todos los que han compartido dicha experiencia conjunta puedan obtener detalles de un mismo momento pero desde diferentes ángulos y así poder tener una realidad del momento lo más amplia posible. En estos últimos tiempos, sin embargo, el viaje de la noria se ha “escacharrao”. La polarización que estamos viendo en la sociedad nos hace separarnos de lo que verdaderamente nos une que es un mundo mejor, donde la óptima convivencia sea la principal de las premisas.
Este antagonismo nos hace no mirar con claridad a quién tenemos al lado, tan solo nos hace creer tener la necesidad de preocupamos y de agarrarnos bien fuerte. En plena etapa dulce del individualismo y egoísmo más extremo, el hedonismo personal se ha convertido en el impedimento más importante para alzar y extender la mirada en el horizonte ajeno. Precisamente, además, en un severo contexto en el que, si levantamos la mirada más allá de nuestra pequeña parcela, contemplamos a personas que se encuentran en guerra, en desastres humanitarios, con la consecuente pérdida de vidas humanas, que, recordemos, valen igual que las de cada uno de los habitantes de este loco mundo. Y sí, me refiero al pueblo palestino como principal afectado de esta locura llamada “guerra” y de este gran pero cada día más incompresible ecosistema llamado ‘mundo’. Personas a las cuales se les ha arrebatado lo material pero no lo inmaterial, que es su dignidad como pueblo. Lo último que nos pueden arrebatar al ser humano.
En Andalucía, tampoco nos libramos. En nuestra tierra, conocemos bien cómo funciona eso de que nos quiten la memoria como pueblo. Se nos ha extirpado de ella de dónde venimos y como, si de pacientes que padeciésemos Alzheimer se tratase, la hemos perdido para dejarla en manos de los peores postores. Eso sí, estos mismos y mismas no saben que seguimos conservándola, escondida en una pequeña parcela de nuestra mente de forma latente y que apenas está a un clic de despertar.
Madre, feminista y andalucista nacida en Baena, Córdoba. Integrante de Iniciativa del Pueblo Andaluz, organización en la que ingresó, en 2018, por su vertiente autonómica, feminista y ecologista. Ha sido propietaria y directora de una academia de danza.