El enésimo guiño monárquico al conservadurismo español más reaccionario

El enésimo guiño monárquico al conservadurismo español más reaccionario

Que la monarquía y, ahora y particularmente, Felipe VI tienen su propia forma de entender el mundo que les ha rodeado históricamente y les rodea, nadie lo duda. Sería, no solo ilusorio, sino científicamente inviable pensar en el monarca como un ser todopoderoso capaz de superar algo tan básico como la propia subjetividad humana y los efectos del aprendizaje y la experiencia en el desarrollo cognitivo del sujeto. Que la condición de ser jefe de Estado no exime a Felipe de Borbón y Grecia de tener, como todo ciudadano español más, simpatías políticas por determinadas ideas y/o formaciones, creo que es más que obvia. Ahora bien, lo que comienza a ser indecente y ampliamente antidemocrático es que la Casa Real exhiba flagrantemente esa afección por determinadas corrientes ideológicas y por determinados partidos políticos y, mucho más aún, que intervenga de manera trascendental en la dinámica política y democrática del país. Y no lo digo yo, lo hacen sus decisiones.

La determinación que tomó anteayer Felipe VI de investir al candidato del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, es un nuevo guiño, el enésimo ya, que el rey tiene para con aquellas fuerzas más reaccionarias del conservadurismo español con las que tantos de sus predecesores en el trono juguetearon -literalmente- durante la historia de España y con la que, especialmente durante las dos últimas décadas, han coqueteado el monarca y su progenitor. El rey tuvo a bien ayer hacer su particularísima interpretación de la realidad política arrojada tras las elecciones celebradas el pasado 23 de julio y rehusó de ceñirse al rol de moderador y al papel exclusivamente representativo que, como jefe de Estado, solo le atribuye la Constitución Española, para intervenir, de lleno, en el devenir político del país.

Felipe VI, primeramente, se arrogó la potestad de ‘entender’, concepto que ya implica un juicio propio -para el que constitucional y democráticamente no está invitado- y que no necesariamente ha de compartir la población, que era menester que no habiendo constatado durante la ronda de consultas de ayer la existencia de una mayoría suficiente para la investidura, imperase la “costumbre” -como él mismo calificó- de que el candidato del grupo político que ha obtenido mayor número de escaños fuese el primero en ser propuesto para la investidura. Un criterio que, más allá de ser un recurso elaborado de manera casera por el monarca y que no por repetitivo, más si cabe cuando hablamos en términos constitucionales, es de obligatorio cumplimiento, ha encontrado alguna vez excepciones -como en la “Legislatura XI”, como cita el mismo rey en el comunicado que emitiese anteayer la Casa Real-. De hecho, y como cita el jurista sevillano y exmagistrado del Tribunal Constitucional, Joaquín Urías, puede convertirse en una costumbre “clara y flagrantemente inconstitucional” que el monarca no intente inmediatamente la investidura de alguien que, pese a no ser es el más votado, reúne apoyos suficientes desde el primer día.

Pero el rey no solo se tomó el beneplácito de hacer valer la que calificó como “costumbre». También estimó oportuno obviar la aritmética testimoniada hace tan solo una semana, cuando fuese elegida por los propios diputados la nueva presidenta del Congreso, la socialista Francina Armengol, y la Mesa de la Cámara Baja al completo, y que exhibió una diferencia sonrojante entre la candidata popular, Cuca Gamarra (133 votos), y la propia dirigente del PSOE (178) de 45 votos favorables. Una abrumadora distancia que, si bien no certificaba, ni mucho menos, una hipotética investidura fructífera de Pedro Sánchez, pues dicho consenso es absolutamente independiente del que podría erigir como presidente al que ahora mismo lo sigue siendo en funciones, sí que acreditaba una factibilidad tremendamente mayor para ser nombrado nuevo presidente del Gobierno por una mayoría del hemiciclo que la de su opositor.

No contento con tal intervencionismo político y con semejante erosión de las reglas democráticas, el último de los borbones en ostentar la Corona española decidió autoasignarse semejante potestad sin hacer saber a la propia Armengol, la presidenta del Congreso, que, recordemos que, siguiendo el artículo 99 de la CE, es la que debe forzosamente refrendar el dictamen del monarca para que tenga validez, cuáles eran las razones por las que se decantaba por el nombramiento de Feijóo. De hecho, la dirigente del PSOE, quien realmente debería haber tomado esa decisión, resolvió acatar el veredicto del rey sin saber siquiera su motivación. De hecho, el comunicado de la Casa Real se haría finalmente público mucho después de su refrendo.

Por último, pero no por ello menos flagrante, el cable tendido por Felipe VI al aspirante popular es todavía más notable si recalcamos que el monarca no tenía obligación alguna de nombrar inmediatamente a un pretendiente a ser investido. La Constitución Española no fija un plazo para encomendarle a diputado alguno que intente el proceso de investidura. De hecho, tampoco hubiera sido descartable, e, incluso, hubiera sido mucho más razonable constitucionalmente -pese al conjunto de premisas anteriores- que, si ambos candidatos no contaban consigo todavía con una posible mayoría suficiente como para ser investidos -aunque no espero, sin embargo, que semejante acto de honestidad y sinceridad deviniese desde orillas genovesas-, el rey hubiera resuelto convenientemente no proceder a encargo alguno hasta que alguno de los candidatos la obtenga en las próximas semanas.

Sería pues acuciante que vistas las innumerables insinuaciones de, no solo Felipe de Borbón y Grecia, como ciudadano, sino también bajo el ajuar de rey de España, como Felipe VI, a la derecha española -y, especialmente, a aquella más perniciosa y tradicionalista-, si desea participar activamente en el acontecer político nacional, renuncie al trono y ejerza, llegado el momento, su derecho al voto como cualesquiera de sus conciudadanos.

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